Con la misma sentencia que en la intimidad eructó tras media botella de vodka del monasterio de Chudov el mismísimo Fyodor Mikhaelovich Dostoevsky, en 1892 y por los recovados tugurios de Balbanera, fue como el matón de barrio Alexei Baráshkov definió al restante maldito de esta historia.
El compadrito eslavo, con sangre regada por una herencia de pelilargo lebrel bolsoi nunca se hizo cargo de ese torpe, alopécico y longilineo cachorro que hasta entrado en la preadolescencia mantuvo una llamativa mudez.
Criado en la calles del Once, comiendo de las sobras desechadas por las fondas de cuarta y la misericordia de madamas prostibularias, sufrió en silencio burlas y humillaciones de la brava muchachada de ese entonces.
Nuestro personaje asegura que hasta el día de hoy que es domingo, resuena en sus oidos el agudo chischás de los cuchillos al cruzarse. Lo llamaron el galgo y el maltratado sería con el tiempo un insensible con sed de venganza.
Un frío malandra con berretines de poeta mentiroso que aprendió las mañas de la impiadosidad curtiéndose a puro porrazo sobre el empedrado. Pero eso es parte de la historia que vendrá.
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