En pĆ”ginas anteriores nos referimos al primer encuentro de las bestias que sin saberlo escribirĆan buena parte de la historia nacional y mundial. AllĆ, por aquel barrio del Once, en una ciudad que crecĆa desaforadamente entre culturas que mezclaban sonidos, olores y costumbres, se fueron haciendo cada uno a su modo.
El dogo, cerrando heridas abriendo otras nuevas y futuras cicatrices; el galgo, que ahora tenĆa una mĆnima solvencia económica volvĆa a sentir el incesante latido de la calle. Fueron responsables de pequeƱos delitos.
Tocada de campanilla y raje, revoleo de tachos de basura, manoteo de frutas y corrida entre sudor y risas. La luna, allÔ lejos y apenas visible por el crecimiento edilicio, los sorprendió muchas veces buscando cobijo en un zaguÔn o, si Admon Levi- Goldstein estaba entrenido con alguna paisana o una noble ginebra, ingresando de puntillas a la ya decadente casona de la calle Boulogne Sur Mer. Las charlas se volvieron infinitas y el sueño recién llegaba cuando los primeros rayos de sol les entibiaba los lomos.
El germen de lo que vendrĆa...
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