Este jueves el frĆo dispara pequeƱos puƱales a la cara. El bar La Gloria nos recibe abriendo sus brazos humeantes, oliendo a cafĆ©. Debe ser la primera vez que la caterva coincide exactamente con la hora de llegada. Hasta el Chocho Maltarenz, que cuenta con su propio uso horario, acudió a la cita en tiempo y forma. El bolichero detrĆ”s del escaƱo nos sonrĆe con pereza y comienza la ingenierĆa del preparado del apenas cortado y los cuatro cafĆ©s negros. Tras la tibieza un tanto huidiza de los abrazos compartidos, la barra toma posición en la mesa. Cada quien tiene su lugar. No recuerdo como fue que cada uno constituyó su sitial. Prefiero recordar los hechos a mi antojo. Desde ahora estoy seguro de que Rodriguez y Dedello tomaron al unĆsono el espaldar de la misma silla. El Viejo lo miró al loco y el loco, quitando la mano lentamente, convirtió la retirada en un ademĆ”n condescendiente, como quien saluda con respeto al seƱorĆo ajeno. Es increĆble lo caprichosa que puede ser la memoria. Del olvido absoluto, a la evidente certeza de la imagen mencionada en el mismĆsimo centro del recuerdo. Hay quien ha dicho que lo trascendente de una anĆ©cdota no es su veracidad sino el modo en que se organiza su relato y los alcances sensibles del impacto.
Hoy me toca sugerir el centro de la charla. Vengo con un hato de indignación; un leve ardor en el pecho. La barra sabe mejor que nadie que me cuesta ser crĆ©dulo. Cuanto mĆ”s sobre mi tendencia al egoĆsmo. Ellos lo relacionan con cierta deformación profesional.Todo copista o, en el caso que lo sea, todo escritor, es un coleccionista de experiencias ajenas que se organizan para pegarle en el quinto forro de las pelotas del ego. Los sufrientes o gozosos que viven la historia, se desdibujan frente al hecho literario. No porque no se los explicite, sino porque el ahora autor, los deglute y los escupe desde su pulsión. Algo asĆ como la dictadura de la propia subjetividad.
Cuento a la cofradĆa el hecho que me envuelve y me disgusta. Desde el latido que me puede avisoro una traición. Prefiero no entrar en detalles, les digo. De bueyes y cornadas, susurra con carraspera el Loco. El rostro del Tano Richetti, ya corrompido por la solidaridad respecto a mi estado de Ć”nimo, habla de manos mordidas, de la venganza como plato frĆo y ya que estĆ”, aĆŗn cayendo en contradicción, sobre mejillas que se ofrecen a pesar de la ofensa. RodrĆguez resopla su siestita de medio tĆ©rmino y el Chocho intenta sin Ć©xito hallar un argumento contundente entre los mostachos de Friedich y el desbordado escepticismo de Emil. Aclara que todavĆa no ha ordenado una argumentación presentable y guarda silencio. El Mirlo, que para la oportunidad abandona su obsesión Julio Soseana y aborda a lo Goyeneche "estĆ”s desorientado y no sabĆ©s", acaba de encontrar para la construcción de sus principios lo que considera una verdad inapelable.
Comienzo de a poco a correrme del centro de escena. No estoy dispuesto al cambio de roles. El que narra soy yo y no tolero la idea de ser contado. No puedo correr el riesgo de ser comido. SerĆa una desgracia irreparable dejar de ser yo, aĆŗn desconociĆ©ndome.
El Viejo RodrĆguez despierta de su hipersomnia, manotea el vaso de ginebra y lo vacĆa en el garguero. Restriega sus ojos, nos mira y con una sonrisa pregunta si hay alguna novedad.
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