Por MartĆn Arroyo
¿QuĆ© significa pertenecer a una familia como la gente? Me hice esa pregunta a los diecisiete, cuando una parte de mĆ, ya no podĆa verse. CrecĆ con preceptos muy claros sobre el respeto a los mayores , e independientemente de los mĆ©ritos, la veneración a los padres que como se sabe, nos han dado la vida. Marisa, mi vieja, fregadora impecable y voluntariosa cocinera, de vez en cuando me veĆa; supongo que por eso de que las madres tienen con sus hijos un vĆnculo mĆ”s estrecho. Unos aƱos despuĆ©s me enterĆ©, por una charla inesperada en la verdulerĆa, de que a partir mĆ”s o menos de esa Ć©poca, empezó con la obsesión por ir al oftalmólogo. Cuatro aƱos despuĆ©s, la petisa Lemos, la madre de tincho, bah, el petiso Lemos, recordaba en las reuniones familiares, que Marisa le habĆa contado que los mĆ©dicos de la vista, a mi vieja no le salĆa decir oftalmólogo de corrido, no tenĆan lentes para ver hijos que se desdibujan. Para ese entonces, mi madre habĆa fallecido convencida de que padecĆa ceguera filial.
Y sĆ, todo empezó de ese modo. ComencĆ© a observar que en quinto grado, en los recreos, los pibes me atropellaban en plena carrera. Yo los dejaba venir. Daba por seguro que me miraban, pero no. Me golpeaban en el hombro, como si a Ćŗltimo momento, antes de la coalición me vieran e intentaran esquivarme. Ya en sexto, es increĆble cómo cambian los pibes en apenas un aƱo, cada encontronazo era considerado culpa mĆa; que porque no mirĆ”s por donde caminas y una sarta de insultos que no me parece necesario volcar en Ć©sta pĆ”gina. PapĆ”, mi padre, el viejo, como mejor le parezca, nunca notó mi paso a la invisibilidad. Me miró hasta los tres o cuatros aƱos. DespuĆ©s, supongo que para Ć©l me traspapelĆ© en alguno de los biblioratos que traĆa a la casa para adelantar trabajo, o me perdĆ una vez que fuimos al rĆo con sus amigos de la fĆ”brica. Mi hermano HĆ©ctor, dos aƱos mayor, a los cinco ya jugada al futbol en las inferiores del club del barrio. Aunque mis recuerdos de aquel entonces no son del todo precisos, sĆ© que podĆa hacer jueguito con la pelota, liderar el grupo de pibes del equipo, y algo que excede al futbol, era de lo mĆ”s simpĆ”tico. A mi tĆa Olga la enamoraba su sonrisa, los hoyuelos que se le hacĆan en las mejillas cuando HĆ©ctor la recibĆa los domingos en los que venĆa a almorzar a mi casa. Nunca pude corroborar si los hoyuelos eran una marca de familia con la que yo contara. DejĆ© de observarme hace mucho, y no quiero recordarme.
Mi hermano HĆ©ctor se casó joven. Su esposa Carla, hija Ćŗnica de Rodolfo Morcelli, dueƱo de la fĆ”brica de aberturas de aluminio “Lacarla” era la piba mĆ”s linda del barrio. Era lógico, si existe una lógica que contemple el enamoramiento de las personas, que terminaran juntos. Ella, de una belleza delicada, lĆ”nguida, ojos de agua clara, cadera mĆnima, piernas largas y nalgas firmes. Ćl, un deportista fornido, con aspiraciones de ascenso de clase y una leve tendencia a la conducta pĆcara y atorrante. Mientras fui perceptible como cuƱado, Carla fue amable y a la vez ajena conmigo. Sus pequeƱos monólogos que pretendĆan ser charlas, rondaban la temĆ”tica de la familia que querĆa formar con HĆ©ctor, quien ya cursaba los primero aƱos en la facultad de ingenierĆa. Para ella todo estaba previsto. Mientras se ocupa de algunas tareas administrativas en la fĆ”brica, manipulaba el obsesivo amor paterno, salĆa de compras con la madre, lideraba las reuniones con amigas de su rango social, y armaba su plan de operaciones con HĆ©ctor, cediendo o negando los encuentros amorosos. Vale recordar el comentario de Luisito Lugo, ese gran amigo de mi infancia corpórea, que denominaba a Carla, con ese humor Ć”cido que lo caracterizaba, como “la chica del plan bragueta”. Hasta el dĆa de hoy, despuĆ©s de tres hijos, dos varones y la nena, mi hermano como ingeniero maneja en la faz productiva la fĆ”brica del ya finado Morcelli, y ella se hace cargo de la administración como Ćŗnica dueƱa del emprendimiento. La pluma de oro de su firma, su sonrisa de dientes perfectos, su orgullo de pesar a los 43 lo mismo que a los 22, la imagen de madre virginal y la escapada de fin de semana con nana a cargo de los niƱos y juegos eróticos de pareja sola con su marido, siguen el premeditado desarrollo de aquel plan de familia que me contaba mientras yo intentaba meter al menos un bocadillo.
En el amor, mi condición de adulto sin registro visible, las cosas no fueron fĆ”ciles. Mis pretensiones amorosas, tambiĆ©n se detuvieron en un principio, en muchachas de bella candidez. En cada oportunidad en la que declarĆ© mi amor, o algo asĆ como “me gustĆ”s mucho”, nunca recibĆ un no como respuesta. O bien compartĆamos alguna salida que terminaba en nada, o no se enteraban de mi propuesta, porque no me veĆan. En mi Ćŗnico noviazgo con visos de formalidad, la dama en cuestión, confesó en el mismo momento de dejarme, que yo nunca le habĆa gustado demasiado. No lo dijo exactamente asĆ, pero lo dijo. La cuestión fue que se sorprendió con mi sĆŗbita aparición frente a ella y eso le causó tal curiosidad, que supuso que yo conservarĆa esa mĆ”gica capacidad de sorprenderla siempre. En verdad, para cuando se enteró de que yo le hablaba, hacĆa media hora que estaba frente a ella, y no se habĆa dado cuenta. La evidencia de no encuadrar en los estĆ”ndares prefijados para la seducción, fue un golpe difĆcil de asimilar. Recuerdo haber buscado en el diccionario de la real academia, la palabra estereotipo. En la adolescencia, y para muchas personas despuĆ©s del despuĆ©s, se necesita encajar, ocupar un lugar; aĆŗn el del perdedor o hazmerreir de la fiesta. Digo, por aquella certeza con la que cuentan algunas personas, de que la vida es eso, una fiesta. Hasta que el amor irrumpió como un latigazo en mi vida, y me convencĆ de que es una celebración Ćntima que se comparte con los amados.
Hace ocho aƱos, un cuatro de enero en que cumplĆa treinta y siete, agobiado por los 42 grados de esa tarde (los invisibles sufrimos las inclemencias del clima como cualquiera), me sentĆ© a ver pasar a la gente en un banco de la plaza. Cuando se es invisible se pierde el apego a la moda, al corte de cabello que se usa casi obligatoriamente; no hay nada que vestir, nada que ocultar. Por eso, tanto calor merecĆa desnudez. HacĆa no mĆ”s de veinte minutos que habĆa pasado por la casa de mi padre.
La casa de mi padre era un espacio para disfrutar. Su sordera, el hĆ”bito de la siesta y su obsesión por mantener la heladera llena, me colocaba en una situación de privilegio. DespuĆ©s de una ducha reparadora, podĆa sentarme en cualquiera de las sillas de hierro del patio y comer despacio un poco de todo. Para beber, agua de grifo; mi padre solo bebĆa vinos tintos de buena calidad y en esos aƱos de soledad tras la muerte de mi madre, cada dĆa al caer la tarde, descorchaba una botella y la acababa entrada la noche. Por haber sido siempre una suerte de profeta del orden, yo daba por seguro que antes de iniciar su ritual cotidiano sabĆa exactamente con cuantas contaba. No querĆa que un hecho inusual le hiciera creer que estaba en juego su cordura. A veces le hacĆa compaƱĆa. Me sentaba a la mesa del comedor, frente a Ć©l, para mirarlo. Balbuceaba lento y muy bajito. PodrĆa haber jugado con su miedo; dejar caer algo, levantar el centro de mesa para que lo aterrorizara la presencia de algĆŗn alma en pena y aunque reconozco que alguna vez me tentó la idea, nunca lo hice. Me habĆa enseƱado los fĆ©rreos fundamentos del respeto a los padres y Ć©l a pesar de tanto, era mi padre. Si yo no habĆa aprendido cuales eran los derechos de los hijos, era sólo mi responsabilidad.
La plaza estaba casi vacĆa. Hombres y mujeres con cara de cansancio y ropa liviana sacaban de paseo a los niƱos. Los niƱos me siguen pareciendo criaturas extraƱas. Necesitan saberlo todo. No puedo asegurar si es porque el mundo es un estado de sorpresa que quieren devorar o simplemente tienen tanto espacio en la cabeza, que como un desvĆ”n a estrenar necesitan llenarse de trastos inĆŗtiles que con el tiempo y en estado de caos terminan ocultando esas pocas cosas de valor que se vuelven indispensables. Es posible que ciertos razonamientos de mi parte les parezcan absurdos y los respeto. En mi posición, el devenir del tiempo y las ideas, acaban por tener un tratamiento difĆcil de entender.
Y entonces la vi. Por primera vez en muchos aƱos me invadió el deseo de ser visto y el disgusto de estar desnudo. Intentaba convencerme de que acaso verme tal como era, si es que podĆa, le resultara al menos original. Era hermosa. Nariz generosa, labios gruesos, africanos y una melena corta y enrulada. Los ojos tristes eran de oscura noche cerrada y su delgadez de junco se arqueaba en cada paso. Cuando se cruzaba con alguien, ese alguien llevaba la mano a la cara. Esa mujer que encandilaba me vio. Se sentó junto a mĆ y sentĆ pudor. Es impactante ser visto despuĆ©s de tanto tiempo. En ese primer encuentro hablamos poco y nos besamos mucho. Le dije mi nombre y cerca de mi oĆdo desgranó el suyo. Me contó lo que significa Argia y porque su madre lo habĆa elegido. Me explicó que emanar tanta luz era una desgracia. Yo le hablĆ© de mi invisibilidad, de cómo y cuĆ”ndo comenzó a pasarme. Le preguntĆ© porque podĆa verla sin cegarme y ella sugirió que tal vez, yo la viera y el resto del mundo sólo la mirara. Desde aquella tarde nunca nos separamos. No era simple andar por la calle con ella. Causa terror una luz que camina por la vereda hablando aparentemente sola. Ella me alentó a buscar a otros y otras invisibles. Me hizo entender que a pesar de ser uno de ellos, era posible que yo siguiera observando todo con la mirada de los perceptibles. TenĆa razón, la sigue teniendo. Encontramos miles. Algunos confiesan que tras mucho esfuerzo pueden reflejarse en las vidrieras. Otros lloran en pĆŗblico con la esperanza de que alguien encuentre en su camino un surco de lĆ”grimas o un charco de dolor. Nos hicimos amigos de unos cuantos y con otros, aunque el lazo afectivo no sea tan estrecho, nos seguimos juntando. Cualquier sitio es bueno. A veces nos pasamos noches de boliche en boliche, picando y bebiendo algo de cualquier mesa que elijamos. Aprendimos a ser pacientes, a esperar el momento indicado. Fracasamos eso sĆ, con nuestro emprendimiento gremial. Nos pareció indispensable reunir a todos los invisibles que encontrĆ”semos para debatir las alternativas posibles de nuestra condición. Pero las discusiones, calmas o afiebradas segĆŗn indicaran las propuestas del temario, no llegaron a buen puerto. Al fin y al cabo, organizarnos era un sinsentido. El sector mĆ”s radicalizado proponĆa aterrorizar a los visibles para generar el caos y hacernos del poder. Los mĆ”s conservadores sugerĆan ponerse al servicio del poder establecido y esperar que en algĆŗn momento ese esfuerzo diera sus frutos y tal vez, se nos percibiera al menos en estado de transparencia. SĆ conseguimos ser tolerantes, querernos, acompaƱarnos. Creo que a pesar de nuestras diferencias, aprendimos a reorientar el deseo, a desentendernos de un modo de vida y su prospecto de indicaciones. Algunos amigos nos acusan, con cariƱo, de habernos resignados a una especie de inexistencia. Ellos guardan, aunque no lo reconozcan, la esperanza del regreso. Yo, que acabo de conseguir en prestigiosas casas de vestimenta, unos bellos y tibios abrigos para Argia y para mĆ, fumo un cigarrillo a escondidas por obvias razones y pienso, que me toma por sorpresa una felicidad fuera de catĆ”logo del mundo visible. Que si lo hubiera entendido antes, mi vida verdadera hubiera sido distinta. Por eso tomo lo que me es dado. Me alivia no tener necesidad de vender o comprar. Podemos hablar entre nosotros de las mismas cosas que los visibles. La diferencia reside en que no son nuestras ni ajenas. El silencio no nos asusta, creo que siempre llega en el momento indicado.
Sé que volverse imperceptible parece absurdo para lectores escépticos y un espanto sazonado con angustia para los crédulos. Dedico entonces éste pÔrrafo a aquellos que consideran que la historia que narro es una ficción mediocre que solo intenta llamar la atención de los que dan fe sobre esa posibilidad. Acepto que el relato no alcance los cÔnones indispensables para convertirse en una pieza literaria respetable, pero les aseguro que los hechos son reales. No niego que tal vez, en algún detalle, incurra en exageraciones. La memoria, como desconocerlo, toma como ciertos a algunos caprichos que carecen de documentación fiable. No quiero incitarlos a sospechar seriamente sobre la veracidad de lo real. Tampoco deseo cuestionar a quienes sólo reconocen la existencia de lo visible y palpable mientras aceptan con ciega mansedumbre los preceptos indiscutibles de un increado que todo los sabe. No me pidan que sea objetivo; desde aquà toda percepción posible es muy distinta como para discutir matices si se carece de tolerancia.



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