Por Horario Orgambide
Martes. Diez y cuarto de una noche que congela los huesos. Cuando pienso en huesos enfriƔndose, imagino calaveras y su imposibilidad de calentarse las manos con la estufa. Por esas pelotueces y algunos otros detalles me separo de vos, dijo mi ex mujer mientras me anoticiaba de un alquiler accecible en el otro extremo de la ciudad. Recuerdos lejanos que de vez en cuando, regresan.
La caterva va cayendo al bar La Gloria. El mirlo Gomez, ya instalado en la mesa insignia, tiene desplegada su parafernalia timbera, que consta de un detalle minucioso de todos los resultados de la loterĆa nacional del mes de agosto, expresado en una hoja que ocupa todo el espacio disponible. Canta muy bajito. En la timba de la vida es un susurro apenas perceptible. El mirlo supone que el azar tiene su orden. Le pregunto por los resultados obtenidos con la puntualidad estadĆstica y me dice que no hay caso. TodavĆa no pude encontrarle la vuelta me dice, mirĆ”ndome por sobre los lentes de ver de cerca.
El loco Dedello, el viejo RodrĆguez y el tano Richetti se acercan y antes de sentarse desenvuelven los saludos de rigor. Cada cual tiene su liturgia de presentación. El loco levanta la mano y da un cabezazo descendente para na tener el mentón contra el cuello. El viejo atisba la concurrencia y larga un muchachos que alarga musicalmente la a de "cha" y la o del "chos". El tano generalmente es el mĆ”s expresivo con algĆŗn como anda la barra o ¿Ya empezó la misa?.
Llega la primera vuelta de cafĆ©. Las tazas humeantes se interponen en la charla. Ya replegado el mapa del Ć©xito, el mirlo mira al techo y tras pedirle al barba que le baje un milagro numĆ©rico larga una de esas carcajadas que en el proceso del su ahogo termina invariablemente en una tos casi agónica. El viejo se despierta por el olor del cafĆ© y confiesa que hace mĆ”s de un aƱo que no timbea y que mientas lo hizo siguió el treinta y siete y sólo lo agarró dos veces y a los diez. Quienes han leĆdo la primera narración sobre la caterva, sabe lo de la narcolepsia del viejo RodrĆguez, por lo que imaginarĆ”n lo ocurrido tras el sintĆ©tico comentario. El loco Dedello mantiene la taza aferrada con las dos manos para templarlas. SĆ© que estĆ” pensando, buscando las palabras.
Tal vez, por el particular afecto que guarda por el mirlo Gomez, omita comentarios tales como la incertidumbre sobre la existencia de un dios, o que el acierto en la timba es un engaƱapichanga que la crueldad del capitalismo ofrenda a los giles que profesan su salvación particular. Yo, todavĆa con el gorro bordó en la cabeza confieso que para mĆ es un trance complejo.
Bien saben el lector y la lectora lo tentador que resulta, por dar un caso, un quini 6 cuantioso, pero se me pasan las fechas lĆmite o, ya en la agencia, dudo sistemĆ”ticamente a la hora de elegir los nĆŗmeros. Es entonces cuando me pregunto si tengo miedo de ganar y correr el riego de que mi vida cambie o si el miedo de perder como casi siempre me obliga a evitar la derrota, por omisión. Ante el silencio de Dedello, su fiel admirador, el tano Richetti se siente en la obligación de cubrir ese espacio.
Para mĆ dice el tano, es una ceremonia. Me levanto, desayuno los preparados maƱaneros de mi esposa, me lavó los dientes y la cara y apenas abre la agencia, le juego trescientos pesos a las dos cifras que salieron la maƱana anterior. No me importa perder. Me gusta disfrutar del buenos dĆas de la piba que atiende, el comentario de que el dĆa estĆ” fresco o que se viene el calor. Esa rutina me tranquiliza, me ordena el dĆa. En viejo RodrĆguez, otra vez renacido, le dice al tano con ternura que es medio boludo y que Ć©l ya no juega porque se cansó de perder.
El mirlo toma la frase del viejo y lanza su consigna. Ese es el problema, el cansancio de perder. ¡Hay que insistir muchachos!. Correr el riego de perder hasta el Ćŗltimo aliento.
No soy un hombre que acostumbre transitar certezas, pero si me asiste una: el loco Dedello, de romper el silencio, esa orfebrerĆa discursiva hoy omitida, confeccionarĆa su discurso con la idea de que el verdadero juego es otro. TendrĆa razón o al menos, razones vĆ”lidas para abrir un debate pendiente.
Estamos rodeados. Nos han convencido de que la salvación individual estÔ a la vuelta de cualquier esquina. Agencias, casinos, aplicaciones. La posibilidad latente de ser ricos, de romper con las limitaciones que nos ofrece la miserabilidad económica. Ya sé, le aburre la cantinela de que la pobreza evidente y generalizada se mantiene a fuerza de la latencia de una prosperidad tan futura como improbable. Que no hay revolución posible.
PermĆtame aspirar a la Ćŗltima y casi inexistente reserva de candidez con la que cuento. Pido autorización para imaginar otras soluciones. Acaso, ya hablĆ© de candidez, la hospitalidad pendiente, el esfuerzo colectivo que saquĆ© mejor la cuenta en el reparto de la dignidad comunitaria, la consolidación de los derechos adquiridos que no han sido precisamente gratuitos, la lucha por la tan desprestigiada justicia social sean recursos, herramientas, que no debamos resignar. Estimo que el loco debe de haber elaborado en su cabeza algo mĆ”s claro y contundente, pero parecido.
La charla deriva hacia otras regiones. El tano Richietti, despuĆ©s del sonanbulezco comentario del viejo RodrĆguez, toma su segunda ginebra en silencio. El mirlo Gomez tararea por una cabeza pensando en que tal vez la respuesta estĆ© en los burros. El loco Dedello termina su cafĆ©, deja caer la espalda en el respaldo de la silla y cruzado de brazos observa y escucha la charla. El viejo duerme el tercer sueƱo desde su arribo. Yo me quedo pensando en la salvación posible y en mi pesimista adiós a las armas busco alternativas que sĆ©, preludian una segura derrota.
Afuera, el sonido de una moto se apaga frente a la puerta del boliche. Con el casco insertado hasta el codo en el brazo derecho, pasos cortos e inarmónicos, ingresa el Chocho Maltarenz, uno de nuestros pensadores de cabecera.
Cada vez que se reĆŗne con nosotros promete que su asistencia, de allĆ en adelante, serĆ” puntualmente a las diez, todos los martes y jueves. No cumple. No porque no sea un tipo de confianza. Es que para el Chocho, el tiempo funciona de otra manera. Su obsesión enciclopedĆsta que lo somete a dĆas de encierro y aislamiento, la medida de las horas exclusivamente mensurdas con su reloj de arena, la mĆ”s preciada de la herencia familiar, lo disponen en otro uso horario. Saluda con su voz suave y profunda y pide su habitual tĆ© negro. Pero esa es otra historia.
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