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lunes, 19 de agosto de 2024

Lalarala, o el oficio de juntar huesitos.

Por MartĆ­n Arroyo

Todo comenzó con el viejo caminando por el barrio. Por estas calles arboladas y tranquilas, calles que todos conocemos en detalle, se puede andar a toda hora del dĆ­a y hasta  avanzada la noche, sin correr riesgos. 

Este pequeƱo rincón del mundo de casas bajas de diseƱo americano o techos de tejas espaƱolas, me cobija desde hace varios aƱos, como lo hace con muchos otros que han tenido la suerte de nacer aquĆ­. 


Trabajadores, pequeƱos comerciantes y jóvenes profesionales que se han quedado a criar hijos y esos hijos a los propios, hacen de Ć©ste barrio una gran familia que, como toda familia, muy de vez en cuando, sufre algĆŗn pequeƱo frente de tormenta. El viejo con su carro, transitando despacio las calles de nuestro santuario, se volvió en un principio una mera comidilla de color. 

Leito SĆ”nchez Piara, contador pĆŗblico y aficionado a la poesĆ­a, aseguró que el viejo andaba por el mundo juntando huesitos. Basó su teorĆ­a en el hecho de que recolectaba lo que se cruzara en su camino pero trataba con delicadeza todos los pedacitos sueltos que ahora, desgarrados de su origen, alguna vez formaron parte de un todo. 

“Creo que anima la vana y a la vez indeclinable esperanza de reunir todos los huesitos muertos de un algo que ya extinto, de juntarse, revivirĆ­a” reflexionaba el muy querido contador poeta al que se le toleraban ciertas deducciones alocadas debido al esmero en llevar adelante la contabilidad de los negocios del barrio con eficiencia y hacer posible que los vecinos prósperos prosperaran aĆŗn mĆ”s, evadiendo el pago de ciertas cargas fiscales. Mientras tanto el viejo, de a poco, arrastrando los pies y su carro, se fue ganando nuestro corazón. JamĆ”s cruzó una palabra con nadie. 

Con una leve mueca por sonrisa y el susurro de una melodĆ­a siempre repetida, parecĆ­a sometido a la obligación bĆ­blica o demonĆ­aca, de recolectar indicios de vidas pasadas, de trastos inĆŗtiles. Casi por unanimidad, y a partir de la ocurrencia de la madre de Milagros Ojeda Paz, lo bautizamos Lalarala. 

Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que no sabĆ­amos el nombre de la siempre sonriente viuda que con su solitario esfuerzo habĆ­a sostenido la carrera universitaria de su hija hasta que se recibió de licenciada en nutrición. Nadie quiso averiguarlo; en el juego de roles barriales, no es recomendable tomar decisiones que puedan alterar el orden que termina convirtiĆ©ndose en natural y colabora con el trato respetuoso que hace a las buenas costumbres. 

Es cierto que Paulina, profesora de piano soltera, y virgen, segĆŗn las malas lenguas que nunca faltan y ventilan intimidades, se sintió molesta por el apodo ya establecido para el viejo que juntaba huesitos. Para ella, toda voz en movimiento era una consecución de notas musicales. Por eso se tomó el trabajo de traducir esa melodĆ­a al pentagrama. 

Cada vez que el viejo pasaba por la ventana de su chalet achaparrado sometido al abrigo de la hiedra, o, hedera hĆ©lix, como decĆ­a Mauro Bocardi profesor de botĆ”nica, Paulina se sentaba frente al piano para encontrar el verdadero germen existencial del fraseo. De esa obsesión nació el nombre que intentó vanamente adjudicarle al viejo: Fa Mi Fa Do. Gustaf O´Longain, musicoterapeuta y ejecutor de innumerables instrumentos musicales, antes de mudarse del barrio y quizĆ”s, por inevitable empatĆ­a profesional, consideró que el trabajo de Paulina, merecĆ­a otro destino que el olvido. 

Aquel hombre pelilargo que nunca se enteró de que su imagen no coincidía con lo esperado para su edad, por cierto excedía generosamente los cincuenta, nunca pudo asumir nuestra cultura conciliadora.

El viejo fue de mucha utilidad para padres y madres que lidiaban a diario con la rebeldĆ­a de los mĆ”s pequeƱos. Bien se sabe que el mĆ­tico “hombre de la bolsa” fue perdiendo eficacia con el tiempo. Lalarala, el viejo que juntaba huesitos era una amenaza evidente, palpable, cotidiana; su miserabilidad andrajosa, era asociada por los niƱos, gracias a la insistencia de los adultos, a una desmesurada necesidad de venganza. 

Paralelamente al terror, los pĆ”rvulos y no tan pĆ”rvulos, podĆ­an asimilar como enseƱanza que, asĆ­ se tomara frente al desposeĆ­do una actitud de misericordia, recelo o desconfianza, siempre habrĆ­a un riesgo en latencia. Ya adultos, cuando comenten entre sus pares esa anĆ©cdota que formó su temple y deseo de progreso, quizĆ”s resulte graciosa en el terreno de la nostalgia que todos nos merecemos. 

El tiempo, que se escurre inexorablemente entre los dedos con la mansedumbre que nos conduce hacia la placida vejez, tuvo un quiebre inesperado, que rompió ese equilibrio que creĆ­amos invulnerable. 

Marita Rosendal divorciada de NuƱez Alba, de profesión socióloga y en ejercicio, consideraba que Lalarala, el viejo que juntaba huesitos era mucho mĆ”s que un personaje advenedizo. 

Nos preguntaba, y ante nuestra decisión de cambiar de tema, se preguntaba, quien era realmente el anciano ¿De dónde vino? ¿Cómo se convirtió en esto? ¿QuĆ© edad tiene? ¿Hay, hubo, una familia condenĆ”ndolo al olvido? ¿Fue decisión  propia? ¿Tuvo trabajo, oficio, profesión? ¿Dónde vive? En nuestros Ćŗltimos encuentros Ć­ntimos, develo el secreto no por imprudencia o alarde sino porque creo que servirĆ” al lector para comprobar la veracidad de la fuente, comenzó a parecer ausente. 

En un principio supuse que mi condición de hombre casado, con familia constituida, la colocaba en la incómoda posición de amante enamorada sin posibilidades concretas de entrar por completo en mi vida. DemorĆ© en consultarla al respecto, reconozco, por temor a iniciar un conflicto que me llevara a perder el contacto con su cuerpo delgado de caderas contundentes, el que aderezaba con su libertinaje erótico multiorgĆ”smico que evidenciaba, asĆ­ yo lo creĆ­a, mi exitosa conducta amatoria. 

Marita se rio de mis certezas. Tal vez por despecho y con intención de vengarse de mis convicciones familiares, aseguró que su placer podĆ­a desplegarse sin conflictos por propia predisposición, por el conocimiento Ć­ntimo de su carnalidad. Fue allĆ­, estando desnudos en su cama, que me tomó del hombro y con un gesto dulce, en verdad irónico, declaró que yo como amante era apenas aceptable. 

El caso era que Lalarala, el viejo que juntaba huesitos, no abandonaba su mente. SentĆ­a la obligación de saber todo sobre Ć©l. Le dije, no sin enfado, que era absurdo perder el tiempo en esas cuestiones. Ella sonrió con desprecio y mientras se vestĆ­a  y me invitaba a dejar su casa, me recomendó replantear seriamente mis consideraciones sobre el absurdo. 

Ese fue nuestro Ćŗltimo encuentro. El dolor de mi orgullo injustamente herido, me hizo reflexionar sobre el error cometido al iniciar una relación que ponĆ­a en riesgo el verdadero sentido de mi vida. 

Sin embargo, en las reuniones de cafĆ© de cada tarde en el bar Los Angelados, a la hora en que el sol de desmaya de cansancio segĆŗn los dichos de Leito SĆ”nchez Piara, el comportamiento inestable de Marita, se volvió tema de conversación. HĆ©ctor Altasio, representante de seguros de “La Primaria”, dedujo que la fulana en cuestión habĆ­a perdido la chaveta pero que no era peligrosa, y se reĆ­a asegurando que no estaba de mĆ”s y era hasta pintoresco, tener una loca en el barrio. 

En esas oportunidades, en que Marita era tema de charla, intentaba demostrar mi preocupación por ella y tambiĆ©n, el temor de lo que quizĆ”s su comportamiento podrĆ­a causarle a niƱos y a ancianos. 

En realidad, disimulaba y creo que con Ć©xito, un ardor en el alma que aunque casi extinto, merodeaba mis dĆ­as en ese momento en que la noche amenazaba con caerme encima. Lucho Vertosi, maestro pastelero de “La Incondicional”, comentó que la habĆ­a visto seguir con sigilo a Lalarala, el viejo que juntaba huesitos. 

Tuve que contenerme para no abandonar la mesa. De haberlo hecho, mi actitud hubiera resultado sospechosa. Siempre me caracterice por ser un hombre calmo, aplomado, respetuoso de las formas que corresponden a cada Ć”mbito que me toca compartir. 

Mi padre, que en merecida paz descanse, me enseñó que cada cosa ocupa su lugar y a pesar de mis firmes convicciones al respecto, todo lo referido a esa mujer me desequilibraba. 

La sola mención de su nombre era un ramalazo desnudo, animal, en mi memoria. Marita ocupaba sus horas, su obsesión, en un viejo loco, miserable, decrépito, repugnante.

Querƭa golpear la mesa, arrancar el mantel blanco con detalles dorados, tomar del cuello a cualquiera de los contertulios. Arengar a todo el barrio a moler a palos a Lalarala, el viejo que juntaba huesitos. Imaginaba una calle roja y me veƭa con la camisa empapada de sangre y el pecho al aire, parado sobre su cadƔver desarticulado, roto.

El tiempo todo lo cura, a pesar de que ciertos hechos desgraciados, pretendan interponerse en su camino. Seis meses despuĆ©s de aquella charla en “Los Angelados”, apareció el carro que pertenecĆ­a al indigente, en una zona lindante con el barrio “La Esperanza”, la esquina de Los Sauces y La Alameda. Algunos queridos abuelos, de esos que siempre vivieron en el barrio y contribuyeron a forjar con su prosapia nuestra digna identidad, mencionaban a ese paraje como “donde el diablo perdió el poncho”. 

La Tina, comadrona y tarotista, fue la primera en encontrar el carro desvencijado. Nada hubiera pasado a mayores si no fuera porque, mezclados entre el amasijo de trastos inútiles, no hubiera aparecido un par de zapatos de reconocida marca y una cartera intacta, con documentación indicando como dueña a Marita Rosendal.

La policía corroboró que la susodicha, hacía varios días que no concurría a su lugar de trabajo. Una compañera de oficina de la muerta, confirmó que esos zapatos y esa cartera le pertenecían. Nunca hallaron el cuerpo. Si el del viejo, que hasta el hallazgo de su cadÔver destrozado en la quema del municipio, era el principal sospechoso de la desaparición.

Parece mentira que un acontecimiento tan desgraciado pueda devolver la paz a un barrio. DespuĆ©s de la primera e inevitable conmoción, todo volvió a la normalidad. 

Los comercios con sus ofertas de fin de temporada, las parejitas jóvenes buscando un rincón de intimidad en la plaza, las familias saboreando los primeros helados del incipiente verano, las charlas en el bar, los casamientos auspiciando futuros prósperos, las colaciones de aquellos que habiendo sido niƱos del parvulario, terminaban los estudios secundarios y seguramente, ansiaban encontrar el primer empleo o transitar los claustros universitarios. 

Aunque en este barrio el tiempo parece desafiar los parĆ”metros oficialmente determinados para su curso, a veces, muy de vez en cuando, arrebujado en mi sillón de lectura, recuerdo a Marita e inevitablemente, siento que mis manos rodean su cuello delgado, que reprimo el deseo de morder su boca, como si pudiera eternizar la Ćŗltima caricia, el Ćŗltimo encuentro.  

En cuanto a Lalarala, el viejo que juntaba huesitos, aparece en mi memoria como un cuerpo roto, desarticulado; una bestia desfigurada e inerte incapaz de susurrar aquella melodĆ­a. Al fin y al cabo, aunque suene desagradable, cada cosa ocupa su lugar.


Nota: Mi agradecimiento a Gustavo Langan, por su desinteresada colaboración en la búsqueda y posterior hallazgo de las notas musicales que, en éste cuento, reproducen la melodía que susurraba Lalarala, el viejo que juntaba huesitos.

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