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sábado, 13 de julio de 2024

Sinécdoques

Por Martín Arroyo //  

La muchacha sentada a mi lado, la desconocida de cabello oscuro que ofrece su perfil para mi oficio de fisgón de transporte público, tiene la nariz pequeña y los ojos marrones. Mientras fijo la vista en el libro que leo, escucho el mundito sonoro de roces, cierres, resoplidos y etcéteras que demanda su reacomodamiento en la butaca. Huele no sé bien a qué y me pregunto por mis olores. Me duché como todas las mañanas con el absurdo deseo de no incomodar a los demás, como si los demás vivieran en la cultura de mi olor. 

Miro por la ventanilla pedazos del paisaje. El día comienza con retazos de personas, con una realidad que dispersa caprichosamente sus esquirlas, y justo hoy, no tengo ganas de reunirlas. 

Así son de caóticas las ondas expansivas. No puedo concentrarme en la lectura de Matate, amor. La novela me raspa y a la vez, la fascinación y la envidia se van quitando las pilchas en cada página que pasa. Una buena novela cuando se muestra en cueros, intimida. 

Mi capacidad innata para denostar todo esfuerzo por mínimo que sea, hace que elija lo primero que me alcance la vista. Podría preguntarle a la muchacha su nombre o pedir una explicación sobre la ridícula idea de pasear su juventud, su enérgica y casi indómita agilidad por una mañana tan poco interesante. No me parece adecuado someterla a un interrogatorio que la incomode. Un pasaje que ocupa su tiempo en que el tiempo pase, no merece mis extravagancias. 

Alquileres y facturas impagas, infidelidades, culpas, justificaciones, dudas en la elección del tono de la próxima tintura, la obligación de retirar los estudios clínicos que se vuelven sospechosos, búsqueda de empleo, exámenes post insómnicos, música que excede la intimidad de los auriculares, recuerdos inexplicables, hurto sigiloso de carteras, mochilas indomesticables, una esperanza hecha añicos y más y más pensamientos arteros, devoradores de minutos. Busco entre desasosiego y desazón, construir toda la muchacha que resta desde la nariz pequeña y los ojos marrones. Armonizo su sonoridad. 

Confundo con premeditación sus roces con caricias, el rugir de una cremallera con gruñidos de ira y su resoplo de incomodad con suspiros melancólicos. Antes de arribar a mi destino de rutina, ella se levanta y a las pocas cuadras se baja del colectivo. Por la ventanilla puedo verla en su totalidad. El ruido agudo de una moto que acelera le cambia la voz. 

Me decepciona, ya no es la misma. Un hombre corpulento ocupa el espacio vacío. No lo miro. No imagino. Faltan dos paradas para que me baje. Ya es tiempo de que, si acaso se le ocurre, alguien se ocupe de construirme. No me preocupa saber cómo seré desde mis pedazos.

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