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martes, 23 de julio de 2024

Breve teoría sobre los adioses.

Un cuento de Martín Arroyo // 

Sé que está allí. En los días que sólo pienso en la tormenta, que me someto a la dictadura de los chaparrones y la ronquera del cielo pardo, el chino Carusita se aparece y acerca escritos que supongo, atesora con paciencia oriental hasta que madure en mi, la necesidad de publicarlos. 

Como si las palabras que oculta bajo la manga estuvieran esperando el momento preciso. Abro la puerta y lo veo en el extremo más lejano de éste patio pequeño. La lustrosa capa con capucha chorrea copiosamente sobre las botas de goma.


La mirada fija, el mechón lacio y negro sobre la frente de su eterna juventud son un documento inapelable, preciso, un prólogo que teje la trama por venir. Su silencio de siempre, ese al que estoy acostumbrado y que nunca fue un impedimento para nuestra amistad, hoy arde como la memoria de una herida; entre tanto ruido, chasquido de agua que se mueve, que se deja caer y murmura el lenguaje de la lluvia, su mutismo es el discurso de la tristeza. 

Sin dejar de mirarme, deposita el manuscrito sobre la mugrosa silla blanca del patio, eleva los hombros con su gesto de quelevamosahacer y girando sobre su eje me da la espalda y se va. El chino nunca se retira, jamás se corre. 

Como buen irreductible, parte y es imposible elaborar la más mínima especulación sobre un encuentro futuro. Será por eso que cada regreso amerita un festejo íntimo, una conmoción para el ánimo. Cada vez es una vez, la primera y la última. Cierro la puerta y vuelvo a la radio que habla, cuenta, opina, critica, canta, vende, especula. Enciendo la hornalla y lleno la pava con la parte del agua que obedece a las canillas, que desconoce el idioma de la libertad. 

La criolla, rioplatense costumbre de tomar mate, regresa como un acto reflejo. El gusto verde de la espera. No tomaré el material que se moja mansamente sobre la silla del patio. Creo que hoy es el día para contradecir al chino que nunca sugiere, que siempre ordena.  No quiero presenciar el proceso. 

Dejo que el manuscrito se vacíe,  que las palabras se derramen y desobedezcan el orden preestablecido, que el caos que les mata el sentido las resucite y las obligue a gritar su nueva voz. Que intenten descubrir los tonos, los quejidos de su reconstrucción y se las arreglen con su nuevo sonido. 

Tal vez a última hora, cuando la oscuridad ya no sea una burda simulación de la tormenta y nos toque la noche verdadera, hayan decidido escribir sobre el patio su propio poema. Con su caligrafía, acaso trabajosa y dolorida, dibujen pañuelitos que saluden una despedida. 

En cada adiós despedimos pedacitos que fueron propios. La mitad de un beso, la totalidad de un espasmo, el eco del propio olor. En los huecos de las ausencias, se arrebuja el germen del dolor. 

Desatiendo la esperanza, sepulto de raíz toda expectativa.  Hasta una nueva orden del destino, pienso que somos puertos que juntan adioses.

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