Un Cuento de MartĆn Arroyo
“Beso tu vientre de mujer extendida. Mi deseo acaricia tu centro, la bella rusticidad de la periferia. Hacemos por primera vez lo tantas veces hecho. Reiteramos el grito mudo, el quejido sordo. Tu boca que crea el beso construye mi boca, mi boca que respira tu aliento y anida todas las palabras en tu lengua. El tiempo, que no se ocupa de estas cosas, moja el sol que quema y somos agua, ignotos moradores de la tarde que se apaga.”
DejĆ³ de lado la computadora. Elige desde hace varios dĆas escribir a mano (duda utilizar el verbo “manuscribir”), obligarse a la gimnasia de dibujar cada letra, vaciarse hasta que su memoria no le pertenezca, que sea la de otro y de la imaginaciĆ³n pasar a la certeza de que es el espectador que sĆ³lo copia.
No es mala la idea de pensar que esos recuerdos que tienen su propio olor son ajenos. ¿TendrĆ” hoy el mismo olor de esos dĆas? ¿Y si cada olor es en su circunstancia? Cree, al menos por ahora, que este punto en particular merece un desarrollo mĆ”s detallado.
SerĆ” necesario investigar, recorrer ese camino tedioso, metĆ³dico, que cuando se presume concluido, nos obliga a considerar su incompletud. Se observa en un futuro de los tantos posibles, sentado en un escritorio que le es impropio, empequeƱecido detrĆ”s del exagerado volumen de varias enciclopedias cuya informaciĆ³n, pasada de moda, le permiten recorrer la sinuosa historia odorĆfera del mundo.
Encuentra en lo pensado una contradicciĆ³n insalvable: un porvenir recabando datos que en un pasado se dieron por ciertos y que luego, en otro pasado, mĆ”s reciente, fueron puestos en duda.
Eso no importa demasiado. Para construir una verdad, no se hace necesaria informaciĆ³n fidedigna.
Vuelve al olor; ademƔs de pensarlo como circunstancial, cae en la cuenta de que no podrƔ saber que percibe la otredad, las narinas, el deseo, la subjetividad ajena. Ser olido.
Otro animal que nos huele y responde con la caricia, el mordisco o la repulsiĆ³n. Una flamante convenciĆ³n desconocida.
“Nos rendimos de comĆŗn acuerdo. Nuestros cuerpos exhaustos firman con sudor el reconocimiento de todos los pecados de la carne que no perdurarĆ”. Nos tocamos como si fuera necesario restaƱar las heridas, sanar la nostalgia que vendrĆ”. Nos decimos en silencio que no nos diremos nada.”
Se copia, se transcribe. Se esfuerza el hallar la caligrafĆa perfecta, impersonal. Ćl mismo que contĆ”ndose como el otro. El observador de un cuerpo ajeno que acciona, se expande, gime, regurgita sueƱos estĆ©riles.
DeberĆ” enfrentar el hueco que significa vaciarse.
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