Quién porte el ánimo de mirarlo y de paso, deponga el artilugio de la propia soberbia, encontrará en sus ojos la certeza de que toma prestadas las palabras para decir lo que siente. El Mirlo siempre responde o pregunta, cantando.
El viejo Rodríguez oculta emociones en sus sentencias, que por claras casi siempre se vuelven definitivas. Ningún integrante de la ignorada deja de respetar la palabra del Viejo.
Su nobleza de origen, evita en este caso, andar poniendo palos en el giro de la rueda de sus convicciones. En la mínima lucidez que autoriza su constante duermevela, los ojos se abren con puntual desmesura y la boca lanza lo que suponemos es la elaboración de pensamientos que no cesan mientras duerme. El resto de los mortales que presenciamos el espectáculo Rodriguense, a pesar del generalizado escepticismo, seguimos pendiendo de la candidez del asombro.
Del Chocho Maltarenz es de esperar que el juego del lenguaje sea lo que lo asista para encubrir lágrimas, sollozos, pucheros o anegamientos acuosos oculares que no llegan a derramarse. Tener a mano un Heidegger, un Benjamin o un remozado Aristóteles saca a cualquier mortal del compromiso de quedarse sin palabras. El tipo, ante lo inexplicable de una lluvia inesperada, puede acudir a un párrafo bíblico o del Corán para de inmediato romper aguas con la propia cita, refutándola desde la enciclopédica memoria de una mención nihilista de Emil Cioran. El Chocho en su complejidad discursiva es así de simple; elabora la metáfora sensible desde los mundos intelectuales que deciden por él. El más formado de todos nosotros en las artes del encubrimiento.
El caso del Loco Dedello es distinto. Su furor intelectual ha rezagado las lágrimas y deja que su cuerpo decida por ellas. Sus convicciones no se remozan ni se lubrican, son lo que son y ponerlas en conflicto es ingresar en su campo de batalla para rendirse Las banderas, deshilachadas, desteñidas, no son materialmente lo mismo, pero son las que siempre han sido. No hay tiempo para lágrimas aunque las evidencias las vuelvan inevitables.
Yo sé que cuando se sumerge en su silencio frente al debate que nunca le es ajeno, se está contando las heridas, restañándolas, creyéndolas obedientes, nunca autónomas.
Por mi parte, como mero escribiente de los hechos, biógrafo oculto de futuros fantasmas que no asustarán a nadie, vivo al latido de otros corazones. Mis sentimientos sólo transitan en tercera persona. Interpreto caprichosamente la gestualidad emotiva de los amigos que alrededor de la mesa de un bar aguardan por sus destinos. Soy el hacedor que por cobarde no se hace a sí mismo.
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