El Tano Richetti pasea a Yeni, la chihuahua de Estela. La noche está pesada y el cielo ronca amenazas de lluvia. La Yeni, dentro de la casa o a la intemperie tiembla acompasadamente. Mira al Tano, mueve tímidamente en agradecimiento la cola finita, de rata. Richetti, hoy de remera rosada, mira hacia el fondo de la avenida desértica. Mazca con fruición un chicle de menta y se rasca la rodilla desnuda. Se ríe pensando que diría la barra si lo viera con ese ridículo pantalón corto a cuadrillé. Extraña la ceremonia del encuentro y lo consuela saber que el bolichero estará en funciones el próximo jueves. La Yeni pone cara de circunstancias y dejando caer un poco la cadera estrecha, orina junto al cordón de la vereda. Piensa en los muchachos y lo tienta sacar el móvil y mandar un WhatsApp al grupo para ver como lo van llevando. Elige no hacerlo. Hay que bancar la parada. Basta de caminata se dice y arranca para la casa sin acelerar el paso. Tímidamente, como avisando, caen las primeras gotas. Estima que la lluvia le dará tiempo de llegar con la Yeni seca y salva.
Maltarenz. Filosofía y goteras.
Romilda besa el Cristo que pende sobre el pecho y pone el agua para el mate. La madre del Chocho respeta aquellas costumbres que tranquilizan. El rito de agradecer al altísimo el agua clorada que aún sale de la canilla. El pequeño mundo hogareño está a salvo.
Maltarenz regresó del centro hace un buen rato. Se encierra en el altillo. La guardilla personal del soltero que vive con la madre, es un bulín descascarado que pende en lo alto de la vieja casa paterna. La humedad del techo dibuja La cara de un espartano o al menos eso le representa al Chocho la muestra de la irreversible decadencia edilicia. En estos días, la segunda etapa filosófica de Ludwig Wittgenstein y el juego del lenguaje lo tiene entretenido.
El ventiuz mugriento deja ver el reflejo de los relámpagos que anuncian lluvia. Maltarenz se distrae de la lectura imaginando tambores lejanos. La imagen de hordas semidesnudas danzando un irrefrenable frenesí. Disonantes, las primeras gotas resuenan sobre las chapas y el Chocho comienza a correr algunos de los muchos libros que ante la grosería de las bibliotecas descangalladas y rebozantes, se extienden por el piso de la pieza. Si la llovizna se vuelve chaparrón, corren peligro. Se reprocha al paso la pereza de no subirse al techo y resolver el problema de las goteras. Ya se le ocurrirá una excusa que lo exima de la responsabilidad.
La voz aflautada de mamá Romilda lo llama desde el comedor. Mientras ella toma mate con una rodajita de naranja, el siempre niño beberá un té con miel acompañado de unos escones caseros que son una exquisitez. El abandonado vientre materno lo regresa al origen otra tarde lluvia. El Chocho se convence de que abandonar momentaneamente a Wittgenstein y abordar a Lacan no estaría de más. Mejor no.
El Mirlo, tango y morocha
El Mirlo Gómez se mira al espejo redondo y pequeño de borde verde. Se ve las ojeras morosas, la nariz pequeña y redonda, que insiste en asegurar, es igualita a la de vieja. "tu vieja, ¡pobre vieja!
lava toda la semana, pa' poder parar la olla con pobreza franciscana, en el triste conventillo alumbrado a kerosén" susurra Gómez, rememorando aquella Margot que don Carlos con la complicidad de José Ricardo musicalizó la inolvidable verba poética de Celedonio. La ropa de comisionista cuelga famélica del respaldo de la silla. Llegó con lo justo para no mojarse. El cielo se puso negro y el chispeo le besó sutilmente los hombros del saco. Aprovecha la volada y ya que está frente al espejo emprolija la espesura del bigote. La radio mal sintonizada en la 2 X 4, desgrana el repertorio de Floreal Ruiz. El Mirlo sonríe recordando los ojos pequeños y pícaros de ese viejo medio colorado con reminiscencias europeas. La Nanci llega cuando la lluvia ya decidió quedarse. La morocha revolea la carterita sobre la silla y bufa puteando al clima y el calor. Que raro vos por acá un jueves, le dice con una sonrisa de teclado incompleto. Cosas que pasan dice el mirlo mientras se sienta al borde de la cama. La Nanci se quita la remera estrecha y las tetas sin corpiño buscan su lugar en el mundo, obedienciendo a la ley de la gravedad. Gómez se recuesta boca arriba y asiste al acto final de la morocha sacándose la minifalda. ¡Por lo menos sacate las medias! Exclama ella con una risa oscura, perruna y abriendo las piernas se sube sobre el mirlo y el juego amoroso de los olvidados inicia su misa.
Rodriguez y la dormidera parpadeante.
Rodriguez se sienta a la mesa del comedor y ensilla el mate. Después de la siesta e iniciando el segundo termo de la tarde, espera que Nilda se siente para seguir cebando. Ella viene con el cuadernito del reparto y le pregunta si quiere comer algo. El viejo dice que todavía no y bosteza. Nilda sabe que a pesar de los sueños que irrumpen cada vez más seguido, ese es el momento del día para compartir su manera de amarse. La panadería no funciona como antaño pero el viejo sabe que ya está hecho. Por el ventanal del comedor ve como Miguelito pasa la bordadora por el labio terroso que custodia por debajo los rosales. La casa les queda grande. Los dos pibes crecieron y se fueron a vivir su vida antes de lo esperado. El viejo simula no darle bola a ese silencio pastoso de la ausencia.
Vuelve de la dormidera y la sorprende a Nilda mirándolo con ternura, resignada a los designios de la narcolepsia. Podrías haber invitado a los muchachos a cenar ¿no? dijo la mujer menuda que al lado de Rodríguez parece aún más pequeña y frágil. La caterva es caterva en La Gloria, sentencia el viejo y riega el mate que todavía responde con una espuma sostenida. Miguel se incorpora con dificultad y con un trote cimiesco se guarece bajo la galería. Las primeras gotas, esporádicas pero generosas golpean las hojas del limonero y las ramas más pequeñas danzan con torpeza. Rodriguez y Nilda comienzan a controlar renglón por renglón. El reparto de los viernes es un poco más pesado que el resto de la semana.
Dedello sale del baño en pelotas. El toallón gris que descansa por detrás del cuello, desmaya sus bordes por debajo del pecho. El pelo largo y revuelto, chorrea grises sobre los hombros. El departamento del loco cierra el estrecho pasillo que agoniza por cuarenta metros hasta morir en su puerta. El pequeño patio, preso entre paredones medianeros, bienviene a dos gorriones que salto tras salto picotean manjares incógnitos. Descartado el toallón que ahora yace en el perchero, deja desnudo el torso y se pone un corto que a pesar del tiempo aún insinúa el escudo de la acadé. La tele enmudecida destella luces que iluminan las paredes de la cocina comedor. La viola junta tierra en un rincón. Tras el fallecimiento inesperado de la quinta cuerda, el loco la veló una semana intentando reproducir acordes en ausencia y después la dejó morar un descanso hasta aquí, eterno. Manotea una revista Gente choreada del consultorio del dentista. Sonríe recordando su inocencia revolucionaria de aquel entonces. La publicación le importaba tres carajos. La intención primigenia era resguardar de las aberraciones capitalistas al resto de los padecientes de la sala de espera. La conserva para no olvidar que por mínimo que sea el detalle, las consignas siguen latiendo. La regresa al revistero y vuelve a la relectura de No habrá más pena ni olvido. Se hacen indispensables los lentes. No se cansa de decir que sin ellos el mundo es otro. Putea un rato para llamarlos, para que regresen de los rincones del olvido momentaneo. Los monta sobre la nariz con vehemencia. Dedello pasa de la quietud que junta mierda a la detonación del ánimo hasta en el más mínimo detalle. Las primeras gotas se descuelgan por el vidrio de la ventana de la cocina. Al loco lo asaltan nostalgias cortazeanas. Obseva detenidamente el recorrido, las trayectorias del agua. Caerán aferradas a la transparencia del cristal hasta donde les de el cuero. La primera se da pronto por vencida. La otra lucha provocando impensados meandros, desatendiendo la violencia rectora del destino. Los gorriones se exilian del patio y buscan cobijo. Buscar cobijo se dice el loco y vuelve a la relectura. La oscuridad de la tormenta lo obliga a prender la vieja lámpara de pie. Cada vez que acciona el interruptor siente la textura de la mano de Lucrecia. El amparo del amor casi siempre es desamparo. Se critica el uso de amparo y desamparo en la misma frase. De cualquier modo, me permito opinar que para el caso, ese juego del lenguaje dignifica poeticamente el sentido. La bestia negra que se adueña del cielo relapaguea y se habre. La lluvia ya es certidumbre. Verdades de perogrullo, piensa Dedello.
El escribiente.
Espero la lluvia con la puerta abierta. El ventilador se mueve de derecha a izquierda y al encontrar el tope, rehace el camino hacia el origen. Pienso en los desangelados de la caterva y el boliche cerrado en este jueves de abstinencia. No sé que estarán haciendo pero los narro. La marca personal en cada orillo es el designio que modela sus conductas. Me doy por enterado y no me gusta, de que no puedo decirme sino a través de ellos. Soy el escribiente, el que cuenta, el que acumula archivos en el corazón que alienta una pantalla. Antes del chaparrón, el último haz de luz anuncia el desenlace. La pequeña nube iridiscente que flota sobre el teclado sostiene en levitación infimas y populosas partículas de polvo. Clarita, la gata salvaje del barrio, custodia el patio en detalle desde las alturas. Sabe que la observo. Cada tanto me mira con muda gestualidad. Espío a la gata, espío a la lluvia, espío a la vida. Escribo el guión del latido de mis amigos, los desarropados que me abrazan a su manera con su particularidad.
No me pregunto que estarán haciendo. Mi destino es obligarlos a cumplir su rol. Soy cuando son lo que decido. En un rincón de la mesa, Niebla de José de Unamuno, encorva sus hojas amarillentas. Yace paciente y me indica tácitamente el camino. El clamor de la tormenta se vuelve lluvia. Me pierdo por desatención las primeras gotas. Su inmolación no exige mi presencia. La parte del agua que obedece, se deja caer desde la canilla a pava. La diáspora catervera buscará el próximo jueves su tierra prometida.
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