Por Horacio Orgambide //
El viaje en tren se desarrolla charlando sobre actualidad con un matrimonio amigo. Habiendo hijos o hijas de por medio, lo que se habla, cada tanto, se salpica con una referencia a sus actitudes; el frĆo se da tambiĆ©n una vuelta como si fuera necesario reafirmar lo evidente.
Coincidimos, nos indignamos, tal vez para reafirmar nuestra condiciĆ³n ideolĆ³gica, y de vez en cuando, una humorada que intenta ser inteligente para asegurarnos que hay un nosotros y un ellos. Pasan las estaciones y el coche comienza a llenarse de respiraciones, legaƱas y olores ajenos.
Temporada de toces dice mi amiga; estas pestes son mĆ”s complejas que las anteriores dice mi amigo con su personal y amplia sonrisa instalada en la boca a pesar del horario que transitamos. Sigue la charla. No le damos respiro. Acaso un silencio se harĆa necesario pero, tanto ellos como yo entendemos que es difĆcil saber que hacer con el silencio.
El coche se hamaca levemente; acuna a los pasajeros y trato de imaginar que le pasarƔ por la cabeza a cada uno en la reminiscencia de la niƱez acunada.
¿VolverĆ”n las emociones de ser sostenido? ¿Somos algunas vez realmente sostenidos en la niƱez? Y bueno me digo, mĆ”s allĆ” de los resultados, somos criados, construidos a alguna imagen o semejanza.
Hace mucho tiempo leĆ un cuento que transitaba el relato en sinĆ©cdoque y cuando observo al pasaje me rio por la tendencia a juzgar a cada quien aplicando el mĆ©todo, jugando al ridĆculo.
Tan distintos y tan parecidos.
Llegamos a Merlo.
Cientos de personas bajan al pasillo angosto que se construye entre el tren y un enrejado.
Algunos jĆ³venes eligen transitar contracorriente para lanzarse a las vĆas y ahorrarse el viaje que cierto sector no lo considera caro, sino sincero.
Caminamos despacio.
Una anciana intenta mantener el ritmo en el que avanza la multitud, a esta altura de los acontecimientos casi vacuna, pero ante su imposibilidad motriz, sufre roces y empujones que la desestabilizan. Un brazo amigo la sostiene y ella agradece con una sonrisa que se vuelve mƔgica.
Nos acercamos a los molinetes.
Cada quien cree que teje su destino. Exigencias por cumplir, horarios que acatar, sacrificios para el altar del mercado que promete lo que jamƔs cumplirƔ.
Todos en esa autosujeciĆ³n que supone al inmolado recibiendo el premio que nunca llegarĆ”.
El esfuerzo no debe perecer. El trĆ”fico de la vĆctima que se percibe ciudadano debe ser carne viva, degradĆ”ndose, en movimiento. Lo bueno ya vendrĆ” y si no llega es porque no se ha hecho lo suficiente.
Los cuerpos acorralados en el redil que no se nota siguen los caminos indicados.
Salirse de la trayectoria los pondrĆa en riesgo de observar la tendencia, de buscar otro lenguaje, de hilvanar una intolerable serie de preguntas que los enfrentarĆa a la angustia de la finitud.
Me despido de mis amigos.
Ellos van camino al centro, que es la unitaria reverencia de los pueblerinos al tĆ³tem de CABA.
Yo arranco para la plaza de Merlo sometido por el propio arbitrio de la obediencia fundante.
Somos bichos humanos que caminan con la perversa determinaciĆ³n de abastecer al asador.
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