Por MartĆn Arroyo //
El Chino Carusita es incansable. El orden y la prolijidad de sus archivos son, al menos para mĆ tendencia al caos, envidiables.
Guarda y clasifica fragmentos olvidados y a veces olvidables; papelitos que hechos bollos de decepciĆ³n son arrojados a los cestos de basura; cartas no enviadas y otras que siendo enviadas y recibidas son ignoradas por el o la destinataria; edulcorados poemas que en forma de avioncitos de papel colisionan contra medianeras y nunca llegan al ser amado y todas las formas imaginables en que los seres humanos damos por terminado un hecho que, por la indignidad de su resultado pretendidamente literario, debe eliminarse para que no siente precedentes.
En Ć©ste caso, la hoja A4 que el Chino pasĆ³ por debajo de mi puerta, escrita en prolija letra imprenta mayĆŗscula, cuenta con la autorĆa de alguien que conozco y con quien de vez en cuando tengo charlas telefĆ³nicas.
Aunque Emanuel Goldstein desprecie las redes sociales y no las utilice, me pareciĆ³ necesario consultarlo antes de hacer pĆŗblico su relato.
Con sĆ³lo escuchar su voz en el telĆ©fono, la imagen de Goldstein vuelve a mi memoria.
Su metro ochenta, el cuerpo macizo de espalda ancha, el rostro anguloso que mira con rudeza desde los ojos claros y la cabellera larga y canosa sujeta en la nuca con una coleta.
Lo imagino manoseando con los dedos cortos el manojo de su barba candado que termina larga y tiesa sobre el mentĆ³n, como si todo de lo que se hable por superfluo que sea, mereciera la mĆ”s profunda de las reflexiones.
Lo saludĆ© con respeto y creo que me excedĆ en los detalles sobre el motivo del llamado. Una vez terminada mi consulta con el correspondiente pedido de autorizaciĆ³n para publicar su trabajo, Goldstein me dijo que haga lo que quiera.
AsegurĆ³ no recordar ese relato y mucho menos porquĆ© y cuando lo habĆa escrito por lo que no podĆa dar testimonio sobre su autorĆa. Me dijo que con solo escucharlo, le bastaba para desear de todo corazĆ³n que no le perteneciera pero que de cualquier modo, si lo deseaba, lo firmara con su nombre.
Nos despedimos con un saludo cordial. Goldstein es un hombre que se comunica con su entorno en un tono respetuoso y a la vez distante.
Terminada la charla y sin dudar, decidĆ compartir con ustedes el relato que posiblemente pertenezca a Emanuel Goldstein o tal vez no.
Pasividad de un domingo 25 de diciembre.
Domingo 25 de diciembre. 2.25 de la tarde.
Cristo parece entender a la perfecciĆ³n las reglas del capitalismo: nace el mismo dĆa en el que descansĆ³ su padre para no robarle asĆ una jornada de explotaciĆ³n al sistema.
DeberĆa aprovechar para corregir alguno de esos benditos cuentos que palidecen en los cuadernos adormecidos en los cajones de ese mueblecito de mierda. A veces pienso, solo a veces, que todo se compone de pequeƱas muertes y modestas resurrecciones.
Pedazos propio o ajenos que regresan de un oscuro extravĆo, con apenas una brizna de memoria de lo que ha sido. Ahora bebo cafĆ©. Retengo toda esa tibieza en la boca y allĆ me detengo. Trago….y aguardo.
TerminarƩ inevitablemente hablando de ella.
TomarĆ© atajos tales como enjuagar la camisa blanca y olerla. Los aromas hacen que cierre los ojos, que inspire profundo. En Ć©ste caso, el placer del dominio sobre la cosa: la vieja camisa blanca deja que yo decida su perfume…pero ya en la secadora, me abandona al designio de pensar en ella. De un tiempo a esta parte pienso mucho en ella.
Veo las camisas colgadas y me sonrĆo. Tomo registro de los acontecimientos: ellas y yo a buen resguardo en su ausencia. No ha llamado. Su voz no viene pero aquĆ en los suburbios de la piel y la boca siguen sus besos y su olor.
PasarĆ”n los dĆas, y en su mecĆ”nica de velarlo todo, olvidarĆ© el nombre de ella, y al primer rostro que se cruce en una pesadilla le otorgarÄ el beneficio del beso o del ajetreo de los cuerpos oliendo a aquella desnudez. Es posible entonces que la llame hueco o la que estuvo para partir.
En las cicatrices de la memoria, trabaja la nostalgia con su obsesiva tarea de licenciada en cartografĆa.
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