La niña Victoria no deja de hacer milagros. Su pequeñez morena, la trenza larga y negra que tensa las sienes y las manitos lanzando al aire mariposas y pÔjaros de la nada, reúnen multitudes que le alcanzan sus pesares para que los sane. La apergaminada vieja ciega que la acompaña habla por ella.
Recita palabras inconexas; cada una es en sĆ misma y todas a la vez.
Los presentes miran y escuchan. Algunos caen de rodillas. Otros lloran caudalosos rĆos de lĆ”grimas y los menos, convulsionan espĆ”sticos sobre la tierra y escupen dolencias que los anidaban, dicen, desde siempre.
De regreso a sus casas, mujeres y hombres entonan cĆ”nticos de gloria y se dan por curados. Se abrazan entre desconocidos, sonrĆen con usura y recuerdan en paz a sus muertos.
Las autoridades de todos los credos observan los hechos con preocupación. No pueden determinar si las habilidades de la niña Victoria, consideradas en la intimidad como circenses, son concesiones del demonio o del señor de los cielos. Las sospechas caen también sobre la vieja y la complejidad de su retórica.
MĆ”s allĆ” del evidente vacĆo de los templos, no deberĆan alterarse; AĆŗn viva la esperanza y vigente la muerte, dios estĆ” a salvo.




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