Mi amigo Ronaldo Verve, poeta maldito del oeste profundo de la amorranada Buenos Aires, insiste con que si aspiro a que mis escritos visiten públicamente el papel, no acepte citas con el posible editor inmediatamente después del almuerzo. Ya sea, dice Romualdo, por festejar las mieles del éxito o transitar la angustia del rotundo fracaso, suelen regar los alimentos con el mejor malbec o el peor de los garnachas. Me parece exagerado considerar que la rutina sea adoptada por todos los transeúntes del rubro pero, el incondicional respeto a mi aedo favorito hace que tome partido por su certeza.
Este poeta, que para los crĆticos instalados como serios y rigurosos, escribe mejor que cualquier otro pero, otra vez un pero, tanto la construcción obsesiva de un lenguaje paralelo y la normalización de la puteada como material poĆ©tico, lo excluyen de la posibilidad de ser difundido. La traducción de la consigna es que ni en pedo serĆa redituable.
Las historias de la caterva en el bar La Gloria se dejan llevar mansamente bajo el sobaco de mi brazo derecho como quien acepta con resignación el trĆ”nsito hacia el cadalso. Poco afecta a la sonrisa, mi cara se desfigura con una mueca que pretende ser un catĆ”logo barato de felicidades posibles. El encuentro con el editor se programó en el horario mĆ”s inconveniente. En la charla previa a la presentación hice lo posible para esquivar la sobremesa del mediodĆa pero no tuve alternativa y me puse en camino para llegar a la fonda del Vasco a eso de 13.30.
Antes de ingresar al miserable tugurio, observƩ el panorama desde la vereda de enfrente.
El entrevistador, sentado a la vera de una mesa pequeƱa y tal como lo predijo el viejo Verve, empinaba sin entusiasmo un vaso de tinto. El bigote generoso y entrecano exponĆa algunas hebras amorranadas por los avatares del tabaco. IngresĆ© al boliche con un pequeƱo tropiezo. Mis tropiezos no responden a nerviosismo o incomididad; son apenas una muestra del bagaje de torpezas que me caracterizan.
-¿Oscar Ferrosi? preguntĆ©.
-El mismo, sentate me dijo, mirƔndome desde los faroles verdosos y turbios.
Oscar Ferrosi, licenciado en Letras. La publicación de un ensayo haciendo hincapiĆ© sobre el debate de las generaciones de Florida y Boedo, mĆ”s otro sobre cuentos latinoamericanos que contó con una excelente antologĆa, lo asomaron al mundo editorial que como es de imaginar, no lo premió ni con una mĆsera rendición. Pertinaz, decidió quedarse en los mĆ”rgenes del mundillo literario y el oficio de editor, respaldado por su formación acadĆ©mica, fue el modo de andar trotando al ritmo de la obra publicable. Corregir, sugerir, corromper el hacer del otro, es de algĆŗn modo convertirlo en el libro propio.
Dejé sobre la mesa nuestras historias. Puse en manos de un lector compulsivo, un cirujano de la palabra, la desnuda intimidad de esos personajes que desde su marginalidad construyen desde mi ternura hasta la angustia existencial del desconsuelo. Hojeó, ojeó, se adelantó, retrocedió. Media hora de gestos de disgusto, pequeña simulación de sorpresa dando paso a la neutralidad expresiva. En un momento aflojó el nudo de la corbata, tragó saliva y tras cerrar el texto volvió a mirarme.
-¿Los fulanos estos estĆ”n al tanto de lo que dice acĆ”?
-Por supuesto le dije, manteniendo la mirada fija en la suya. Por débil que fuera, decir la verdad, regresó al cuerpo la tibieza perdida.
- Cada uno cuenta con una copia. Soy un fisgón que avisa.
Reconozco que cuando intento un gesto de simpatĆa con un desconocido rara vez alcanzo mis objetivos.
-El material tiene algunos pƔrrafos decentes. De cualquier modo me tomarƩ el tiempo para una lectura puntual. Veremos...
Veremos dijo Ferrosi. ExtendĆ la mano y el tipo la tomó sin convicción. Se comprometió a llamarme en un lapso de quince dĆas y sugirió que harĆa lo posible para darlo a la luz. Dijo que "habĆa que meterle mano". Seriamos auscultados, intervenidos, injeridos.
En la retirada, el paso fue mƔs seguro. El estrecho pasadizo entre mesas no opuso dificultades.
SalĆ del boliche con las manos vacĆas, pensando en lo que serĆa el relato de la experiencia. Ese martes comenzó la construcción del relato de los acontecimientos. Hablar con los muchachos sobre el encuentro con el editor sin omitir detalles, se volvĆa obligatorio. El jueves por venir ya tenĆa previsto el nudo de la charla y desde mi egoĆsmo, la certeza de que serĆa la continuidad del eterno relato.



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