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miƩrcoles, 21 de agosto de 2024

Del exceso y del pecado

La caterva, asĆ­ han dado en llamar al grupo de amigos que martes y jueves a eso de las 10 de la noche nos reunimos en el bar La Gloria,  estĆ” compuesta por personajes variopintos y de dudosa prosapia.

El mirlo Gpmez, así le decimos porque canta tangos imitando fallidamente a Julio Sosa, dice que los burgueses de boquilla no nos detestan, nos envidian. Aclaro a los lectores no habituados al lenguaje del bajo fondo, que lo de "boquilla" quiere decir algo así como "los que la van de" burgueses. Hecha la aclaración que considero necesaria, continúo con el asunto.

El viejo Rodríguez aprueba lo que dice el mirlo con la cabeza y el inevitable meneo de papada para inmediatamente después regresar al ronquido narcoléptico. Nos consideran pecadores, los eternos sospechosos hasta en la confección del delito potencial, sentencia el loco Dedello, poeta, periodista y disidente por vocación. Apoya los codos en la mesa y la melena einsteana ahora plateada por el rigor de los años le puebla los hombros y comienza con su discurso, que siempre respeta estructura y dinÔmica pero que nunca deja de sorprendernos por historia y reflexión. Todos sabemos la que se viene. El tano Richetti una suerte de barrabrava del loco, se frota las manos y pide otra vuelta de café y para él, la que serÔ su segunda ginebra.

El loco, en el juego histriónico del relato pasa del desÔnimo postural del hombre vencido sobre la mesa a la espalda erguida y las manos inician el aspaviento que intensifica el sentido.

Mis viejos transitaban por mis seis años una pobreza casi franciscana dice el loco. Dónde hay un mango viejo Gomez, canta voz en pecho el mirlo, que frente a la mirada escrutadora del resto de los concurrentes carraspea y juntando las manos como para iniciar una plegaria pide perdón, se cruza de brazos y se llama a silencio.

El loco, inmutable, cuenta que se venĆ­an para Ć©l los dĆ­as de trĆ”nsito por la escuela primaria. Gerardo, asĆ­ llamaba el loco desde siempre a su padre, no querĆ­a que mamĆ” Marta, que ya habĆ­a parido tres crĆ­os tuviera que tomar un bondi con toda la lechigada a cuestas para llevarlo a la pĆŗblica. De allĆ­ la decisión de que el mayor, o sea el loco, a pesar de la misiadura,  iniciarĆ­a su formación acadĆ©mica en el Giovanni Melchiorre Bosco, al que para abreviar, llamaron Don Bosco. 

PodrĆ­a, como fiel escribiente, narrar la copiosa información biogrĆ”fica que el loco desplegó sobre el personaje en cuestión pero por razones vinculadas al espacio editorial, elijo dejarlo para otra ocasión, si es que existe otra en el futuro. 

Así fue como el loco, desde ahora, tómese nota, Marito, comienza a transitar un camino que, contradictoriamente, le da ostias no por la boca, sino en la herida ardiente que abre la injusticia. El viejo Rodriguez en un lapso de conciencia lanza al aire un y si, para volver de inmediato a su charla con Orfeo.

Un lujo el colegio, dice el ahora Marito. Ese olor a jabón caro merodeando el ambiente; las pibitas con la coleta allí arriba, en las altas cumbres de la nuca achinÔndoles los ojos (no olvidar la condición de poeta del protagonista); los chavones melenita prolija zapatos de parroquia cara de dolubos oscuritos con aspiraciones de blanco auténtico; el encargado del proyecto institucional, el padre Pedro predestinado por el nombre a refundar cotidianamente la iglesia, transitando por los claustros a cada momento salvo su puntual ausencia a eso de las 13.30 dos veces por semana para ungir, no con aceite, a Raquel, la viuda que vivía frente a la casa de Marito. A veces la carne conduce a la vida perdurable.

Todo muy raro y hasta muy lindo, hasta que el verdadero centro de la escena, puebla de colores chillones, aromas cafeĆ­nicos, paisajes enfetados. 

El kiosco del colegio al ferreo mando de la seƱora de Lapo. El el hueco escĆ©nico del teatro del poder adquisitivo, la doƱa anunciaba su presencia envuelta en un halo de colonia Halston. La de Lapo, con sus dedos de uƱas cortas, armaba con delicada perversidad los pebetes rebozantes de salame o jamón y queso al que el piberĆ­o accedĆ­a con urgencia y guita. Marito, que se iba a la cama con lo que no podĆ­a definir por el horario como merienda tardĆ­a o cena temprana, miraba el abrir y cerrar de las fauces que con la displicencia del pudiente fagocitaban el manjar de los dioses. 

El tano Richetti, embebido por lo angustiante del relato, simula urgar una basura en el ojo para disimular la lĆ”grima fĆ”cil. 

El triperío de Marito instrumentaba algo así como el Lamento de las doncellas de Ginastera(1) con el resabio del tempranero mate cocido que mamÔ Marta disponía cada mañana como única alternativa para el desayuno. La señora de Lapo llamaba al resto del alumnado por el nombre de pila. Riqui por aquí, Lore por allÔ. A él nunca lo nombró pero Marito que sabía que apenas alcanzaba la categoría de " el chico de los Dedello".

Pasó lo que tenĆ­a que pasar dijo el loco, clavando nuevamente los codos nudosos sobre la mesa. Las monedas hogareƱas, aunque celosamente contadas, pueden escurrirse, demorarse en ese estadio en el que son de nadie y de cualquiera. A la maƱana siguiente los billetes del oprobio venidero ocupaban, insomnes, el bolsillo de Marito. Como en la casa que se comparte la pobreza dignamente dios es generoso, Marito tomó del hombro a su amigo Lucio, y los dos hechos uno, arrancaron para el kiosco. Hicieron la cola, esperaron su turno y ¡por fin! llegó el momento de poner las cosas en orden. Dedello podrĆ­a ser Marito. Dos de jamón y queso le dijo a la de Lapo, que mutó la sonrisa dispensada a la Rosales, la de matemĆ”ticas, en boca recta. ¿CuĆ”ntos? preguntó la ahora convertida en la vieja de la de Lapo. Dos, repitió Marito con firmeza que dada la ascendencia radical de los Dedello, se sintió Crisólogo Larralde. La vieja, mientras lo acusaba con la mirada, dispuso con disgusto y displicencia de los sanguches. Marito, ante el gesto atónito de Lucio, sacó los billetes del bolsillo. Mientras la de Lapo agarraba la guita sin dejar de mirarlo con desprecio sonó el ¡ah! Y con el vuelto dos alfajores de chocolate.

A mi me gustan de fruta dijo el viejo Rodriguez, en su regreso al consciente que segundos después volvió a las sombras.

A los sospechosos no nos da el pinet para la travesura, sentenció el loco. Si le alcanzaba a Federico Pérez Luna, hijo de almacenaro devenido en supermarcadista del barrio. "Fedito" le había choreado de la caja del viejo unos buenos mangos y, en ese caso, el "vieron como son los chicos" convirtió el delito en excusable con diez padre nuestro y un par de bifes maternos. Para Marito no. La humildad familiar lo condenaba al pecado capital que ademÔs siempre devenga intereses. Citaron a dirección a mamÔ Marta, el sello de origen de la afrenta, el último principio del crimen. Le prometió a la vieja apesadumbrada, dolida, que no volvería a hacerlo y cumplió. El pibe que ese día comenzó a entrelazar convicciones con la raigambre del hombre, también se prometió hilar la irreductible tarea de ser el loco que Marito se merecía.

Con el tiempo, en las charlas de la adultez con el finado Lucio, el recuerdo de los hechos se robaba la carcajada del anecdotario y al loco, se le volaban las chapas de la rebeldía y le reprochaba al tatita dios en el que no creía, haber tardado tanto en llevarse a la vieja de Lupo que no soltó amarras hasta los noventa y cuatro años.

El mirlo volvió a escena esta vez bienvenido al ruedo por la ocurrencia, diciendo que tal vez se debiera a que dios auspició la demora en defensa propia. ¡Sabes lo que debe ser aguantar en el cielo a semejante yegua!, para ingresar en el decĆ­ por dios que me has dao, con su vibrato constante y cavernoso.

Es por eso me digo ya en la soledad del columnista que intenta contar lo contado, que aĆŗn a sabiendas de la inevitable derrota, el loco Dedello no le afloja ni un tranco de pollo al paso avasallante del poder. Es por eso que no se come el verso del mĆ©rito germinal de los vientres. Se trata de resistir, interpelar. Me vuelve a la cabeza el loco Dedello cerrando su relato  con los ojos destellantes de ira diciendo que los que no hacen de vil murga replicante de lo establecido son los eternos sospechosos. Que el pobrerĆ­o no merece otra cosa que desconfianza, recelo, escrĆŗpulo, presunción.

La caterva abandona el boliche. Se sacan cuentas. El viejo Rodriguez exiliado de su eterna siesta dice dejen muchachos, hoy pago yo. Simulamos disgusto. Prometemos que en la próxima pagamos nosotros. Metemos la mano en el bolsillo y dejamos lo que es para esta orquesta de desangelados una propina generosa. El loco Dedello deja caer la espalda en el respaldo de la silla y se frota la cara con insistencia como si quisiera degradar el peso exultante del espanto. Nos vamos. Ɖl siempre se queda un rato mĆ”s. Se perfectamente porque. Se toma el tiempo para recoger los andrajos de sus banderas. Los sĆ­mbolos dignos aunque parezcan arcaĆ­cos, se resignifican. La idea de la ignominia de cuna le abre el pecho. 

Seguramente estarĆ” zurciendo pabellones. Hasta nosotros, los cobardes, queremos poblar nuestras almas con deseos impostergables de justicia. ¡Uno de jamón y queso para todos!

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