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martes, 9 de julio de 2024

Relato breve, pensado para hombre y gato

Por MartĆ­n Arroyo // 


El mono descorcha su “reserva San Juan”. Achina la mirada intentando leer la letra mĆ­nima de la etiqueta pero la media luz le nubla la vista. Acostumbrado al tetra, la ceremonia de atrapar la botella entre las piernas y el quejido en la garganta al tirar con fuerza para liberar el nĆ©ctar, le enmarca la sonrisa y las niƱas de los ojos se iluminan; un brillo tenue que opaca por un instante la fragilidad lumĆ­nica de la bombilla mugrienta. 

Por barata que sea la colonia, ese olor para Ć©l, es sinónimo de fiesta. La camisa celeste con bastones verticales azules tiene el cuello cachuzo y aunque ajuste un poco en los hombros le sienta bien al cuerpo. 

El pantalón gris de franela, raĆ­do, completa lo que su madre llamaba “el equipo de salir”. Locomalo, sentado al otro lado de la mesa pasa su lengua rasposa por las crenchas opacas, que regresan, irreductibles, a su desorden habitual. El gato lo mira con insistencia, como si le costara reconocerlo. 

El ventilador, chiquito y ruidoso, sopla el inacabable calor de enero. La cabeza del mono chorrea por las sienes. 

El cabello duro, entrecano, desconoce cualquier intento de peinarlo. Por suerte, tal vez por miedo al ridĆ­culo, no le comentó a nadie que festejarĆ­a el fin de aƱo un 15 de enero. Solo a un loco o a un idiota se le ocurrirĆ­a se dijo el mono, cuando antes de terminar diciembre le avisó a su hermana que Ć©ste aƱo no contara con Ć©l para las fiestas. 

Al final siempre terminaba haciendo el asado, empapado en sudor y comiendo al lado de la parrilla. 

Esta vez no. El festejo serĆ­a real, con Locomalo, un silente pero noble hermano de convivencia. Por eso eligió el 15. Quiere ser el Ćŗnico que festeje por lo que se fue y por lo que todavĆ­a no vino. Como si pudiera tachar el agobio con una equis de esperanza. 

Llena su vaso con el sanjuanino; en un cuenco de lata hecha un chorrito y lo completa con agua. Locomalo apenas moja la lengua, como para cumplir. Abre el paquete de matambre y rusa y dispone la mitad de la porción sobre el mantel de hule cerca del gato para que coma. 

El bicho maĆŗlla con un ronquido de bestia aƱeja. El mono comienza a reĆ­rse hasta el ahogo. Seca las lĆ”grimas con el anverso de la mano derecha y al pasar, larga un “quĆ© cosa Ć©ste guacho ¡por dió!” Locomalo lo mira. Ahora limpia con delicada dedicación una de sus garras. 

Olfatea su porción de matambre y toma un pequeƱo trozo sacudiendo la cabeza, como matando. Les ha tocado una noche sin estrellas. 

Un manto pegajoso que se tiende sobre el patio desnudo, de tierra. Después de la última lluvia las zanjas estÔn rebosantes de sapos que croan en dudosa armonía. El mono ha terminado su porción. Un cuarto de la botella del tinto, tal vez menos, aguarda el seguro desenlace. Tiene como excusas que es noche de festejo y, mito a realidad, que una vez abierta la botella debe vaciarse. No es bueno para el vino dejar que parte de su espíritu quede varado sin certezas.

 Locomalo baja de la mesa y ronca un maullido corto. El mono entiende la demanda. Se levanta y de la mesada de madera trae la bandeja de plĆ”stico envuelta en papel madera engrasado con dos pedazos de lechón frĆ­o. Feliz aƱo nuevo dice, levantando el vaso que al trasluz simula rojo. Locomalo muerde con vehemencia la carne frĆ­a; desgarra, mastica poco, traga. 

Lo mira al mono con los ojos vidriosos. Valió la pena esperar, le dice el gato. El mono supone que es efecto del vino. Debe ser cierto lo que dice la hermana de que si te la pasas chupando el alcohol te quema la cabeza. El gato no pudo haber dicho eso, nunca le gustó el lechón.

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