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lunes, 24 de junio de 2024

Sólo se trataba de cruzar la calle

Por Horacio Orgambide // 


El semáforo dice, con la insolencia resolutiva de todo semáforo, pase buen hombre. 

Más allá de que el escribiente desee ser considerado ese buen hombre independientemente de sus méritos, es en este caso un peatón que ve de frente en un cuadradito lumínico un monigote blanco que camina y me representa en el cumplimiento de mi rol en el tránsito. 

El joven a cargo del manejo de un automóvil color habano, espera ansioso que el artilugio lumínico le brinde un verde que lo coloque nuevamente en circulación. 

Antes de cruzar observo su actitud. Un repiqueteo de los dedos de ambas manos en el volante: pequeños y espásticos movimientos del vehículo que avanza y amenaza mientras temo decidir en ejercitar mi derecho a 

a bajar de la vereda y pasar frente a él. Sigo mirando al rústico muñequito blanco que ya no me dice buen hombre sino que esperas para cruzar. 

El automóvil aún color habano aunque ahora encendido, ya apoya sus garras sobre la senda peatonal y el leve pero constante movimiento comienza a devorar el límite impuesto para mí resguardo. Mido la distancia hasta mi destino y cruzo con la frente en alto y el cagazo en el paso. 

La bocina suena con cruenta inclemencia, el dale viejo se lanza al mundo exterior por la ventanilla del conductor. 

Llego a buen puerto un segundo antes de que mi derecho caduque y el automóvil de marras con una aceleración sorprendente se somete al chirréo de neumáticos que aún en su estridencia no puede acallar la puteada que hace referencia a mi edad, a cierta intimidad de mi ya fallecida madre, y de mi responsabilidad por la demora que parece, le he impuesto a su urgencia. 

Observo como se aleja. Ahora la música que emana de su interior retumba hasta ahogar el sonido del entorno. Se detiene a los cuarenta metros e invita a un amigo o mero conocido, no tengo elementos que me aseguren una condición o la otra, a subir al automóvil color habano. 

Veo que se palmean amigablemente, comparten una risa franca, y el conductor, ahora detenido el el semáforo siguiente, es posible que aplique la misma técnica de impacientarse.

Pensé en correr y alcanzarlo para exigir que me explique el porqué de su actitud. 

Entre mi habitual cobardía y el estado de mis rodillas me desentendí de la idea. 

Después, mientras esperaba el bondi, sumé varias excusas más para justificar mi complacencia. 

Ninguna fue lo suficientemente sólida como para establecer que fuera la correcta. 

Una vez en el colectivo, apretujado con otros cuerpos y tal vez, con otras almas, abrí las páginas del libro de relatos de Ishiguro. 

Otras vidas, otros sucesos que en realidad terminan hablando de lo mismo. Las coyunturas, la urgencia del momento, el certero ombligismo que acaso, nos ponga a distancia de la certeza de algún día, dejar de ser. 

Otro lenguaje el literario, es cierto.


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