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lunes, 3 de junio de 2024

El día de la hormiga

Un Cuento de  Martín Arroyo


La hormiga voladora ingresa al comedor. Se posa en la luminosidad de la pantalla de la computadora. 

Acostumbrado a mantener efímeras convivencias  con animales, me prohíbo buscar un apodo para nombrarla. ¿Por qué imagino como mascota a una hormiga, que solo entiende la vida en directa relación con su comunidad? 

Asumida la inutilidad de la digresión, regreso a la hormiga, que ahora transita sobre un texto que reseña brevemente la vida política y literaria del canadiense Jacques Ferron. 

Mucho más estilizada que sus rústicas congéneres terrenas, sus tres pares de patas caminan sobre las palabras señalando breve y enérgicamente distintas letras, como si quisiera reorganizar el lenguaje, o tal vez, intente articular en un último acto de desesperación o algarabía, la develación de un secreto milenario. Creo que es inútil esforzarme en interpretar los arrestos sensibles de un insecto holometábolo, pero insisto. Cambio mis gafas por otras que me permiten observarla más detalladamente. Nada la detiene, continúa, incesante, retipeando su discurso. 

No hay caso, es demasiado rápida. No puedo transcribir el dictado de sus patas. En la efímera vida de una hormiga, es de imaginar que el tiempo se vuelve exiguo y demanda otras urgencias. Me sorprendo pidiéndole que no se apure pero ella no escucha y si lo hace, no alcanza para distraerla de su tarea. Mis pretensiones de copista se ven frustradas. Ese pequeño macho  reproductor, que despreocupado de su función seminal intenta dar un paso que desafíe su propio destino, finaliza la tarea y camina con llamativa elegancia hacia el borde superior de la pantalla. Mi racionalidad, un verdadero exceso de prudencia, intenta ponerme en ridículo. Una parte de mí insiste con la idea de que una hormiga no puede intervenir el andamiaje de símbolos que han sido intencionalmente organizados para comunicarnos, para abrirnos al mundo del conocimiento. 

La otra parte del que escribe, la que se lleva a los empellones con las palabras, no deja de pensar que aunque remota, existe la posibilidad de que al menos una de tantas hormigas, quiera comunicarse conmigo. 

Noto que la pequeña bestia ya no está. Busco en los alrededores de la computadora, entre las tazas y la copa que reposan resignadas sobre la mesa.  

Me hago de una pequeña linterna que guardo en uno de los cajones de la mesada de la cocina y tendiéndome en el piso, miro al ras del suelo. No quiero insistir en la búsqueda. Sé que en estas circunstancias, me refiero a las de las búsquedas inútiles, pierdo el tiempo que sería menester utilizar en la resolución de cuestiones importantes, que aunque ignore cuales son, seguramente estarán demandando decisiones que hacen a la verdadera trascendencia de la vida. 

La sorprendo caminado a los tumbos sobre una camisa negra que a la espera de lavado, viste una de las sillas del comedor. Es entonces, cuando se impulsa con torpeza y emprende un vuelo corto que al interrumpirse, la obliga a caer sobre un rollo de servilletas de papel y de ahí, sin otra escala, se lanza al patio. 

Es allí donde interrumpo la observación de la secuencia de un abandono.

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