Ese jueves, el Tano Richetti llegó mÔs temprano que nunca. La cara de hartazgo del bolichero demandó con desesperación la asistencia del Mirlo Gomez que con pocas comisiones por tramitar entró al bar La Gloria apenas fenecido el sol.
Pasada la posta, Gomez tomó del hombro a un Richetti vestido enteramente en color obispo y festón negro sobre la manga derecha y lo fue arreando del estaƱo hacia la mesa. El Tano ya habĆa incorporado dos cafĆ©s livianos, asĆ los pidió, y dada la postura de los hombros y el arrastre de los mocasines, representaba una actitud corporal digna de un velorio. El resto de la caterva arribó casi al mismo tiempo. La enormidad del Viejo RodrĆguez y su paso elefantiĆ”sico; el Chocho Maltarenz con el casco bajo el brazo y el torso ornamentado por un pullover tejido por mano materna; el Loco Dedello campera de lona sobre camiseta alternativa de la acadĆ© y larga cabellera aĆŗn chorreante y por ultimo y en mi función de escribiente, este servidor sin vocación de servicio.
SabĆamos que mĆ”s allĆ” de coincidencias o discrepancias, la muerte de Francisco era un quiebre emocional para algunos e ideológico para otros.
En esta barra, la cuestión de la fe no ha creado grietas insalvables. El viejo, creyente y asistente con su esposa a los rituales dominicales, siempre ha sido respetado por obrar en consecuencia. Solidario, generoso y buen amigo. El loco, ateo sin atenuantes y sostenedor de que todo dogma no es mĆ”s que un opiĆ”ceo que duerme el mĆŗsculo revolucionario. El Mirlo, un tanguero de ley, coordina la fe en toda estampita que tenga a mano con el compilado de supersticiones colectivas que lo impulsa a dar tres vueltas sobre su propio eje si se cruza un gato negro o evitar pasar por debajo de una escalera. Para el Chocho, la fe o la negación de un dios es un tema resuelto: asegura que dar por cierto un dios que para ser tal no puede nombrarse, no es mĆ”s que un relato, cuya evidente inconsistencia, no alcanza para seguir como dogma. Como es de imaginar, el crĆptico y pequeƱo mundo de mis dudas, me ha puesto el mote de agnóstico. Es pero no es, dijo pero no dijo...
Lo que ignorƔbamos era que el tano estuviera tan atravesado por la espiritualidad codificada, establecida por el catolicismo.
Mientras el Mirlo tarareaba sin letra sus ojos se cerraron, Richetti con la voz apenas audible y agudizada levemente por el dolor, comenzó a soltar prenda sobre el dolor y su embargo. Resulta que al Tano, por aquel entonces alojado con la familia paterna en Floresta, le tocó ingerir la simulación del cuerpo del finado Jesucristo por primera vez en la BasĆlica de San JosĆ© de Flores. Regordete, con el jopo por aquel entonces vigente engominado de primera, tuvo como sacerdote a cargo a un tal padre Jorge. Ese Bergoglio, flacucho y medio desgarbado, con una sonrisa a flor de labios y avisando que se venĆa el santo manĆ”, le comunicó la fe por vĆa oral. Quien lea esta reseƱa imaginarĆ” el rostro de cada parroquiano, sobre todo, a sabiendas que el Tano, siempre dispuesto al exceso emocional, es de lĆ”grima fĆ”cil. Sin embargo, y lamentando defraudar a lectores y lectoras, la caterva le ofreció al relator de la anĆ©cdota un absoluto protagonismo. La mirada de cada uno apuntaba a su pocillo humeante de cafĆ©. Hasta el Mirlo, canturreador incorregible y que aĆŗn sostenĆa su mano en el hombro de Richetti, respetó el silencio del resto de la muchachada.
Ese dĆa y no se rĆan, dijo el Tano con una tĆmida sonrisa, vi luz en ese hombre. DespuĆ©s vino el asado, los parientes poniĆ©ndole guita en el bolsillo y el hecho mĆstico se convirtió en el tradicional festejo popular. Nadie se dió cuenta de que su vida acababa de cambiar. Era posta que ese dios existĆa. Con o sin escrituras sagradas, sin la necesidad de tener certeza sobre esa cuestión de que el tatita es la suma de tres que al final terminan siendo uno. Para mĆ eso, simplemente, cumplĆa con la función de volverlo todo mĆ”s complicado.
La escena era conmovedora. Si hasta el viejo dejó de lado su tradicional siesta bolichera. Richetti como actor principal. El resto de la caterva como elenco y el humo del cafĆ© elevĆ”ndose en leves volutas de humo, como espĆritus barriales asistiendo al milagro de la fe.
Terminado el relato, nos pusimos de pie y fuimos pasando de a uno para encerrarlo en un abrazo y un par de mi mĆ”s sentido pĆ©same se escaparon de algunas bocas. El viejo pidió una vuelta de ginebras y propuso un brindis a la memoria del pastor. Poco habituado al protagonismo, el Tano aseguró que sentĆa que el curita estaba entre nosotros.
Tampoco la boludez, dijo Dedello
y todos, hasta el dolido Richetti nos reĆmos. En eso, con paso cansino, un viejo de cara redonda y camiseta de San Lorenzo se acordó en el estaƱo y pidió un mate cocido bien helada. Je, dijo el Mirlo, creer o reventar.
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